La abstracción de la velocidad del metro va de lo horizontal a lo vertical, un juego de luces, sombras, líneas y estructuras que pronto dan paso a las calles del barrio del Bronx de Nueva York.
La calle es también un juego de estructuras: el patrón de los adoquines, las tapas de las alcantarillas, figuras humanas desdibujadas. Cuando por fin vemos la ciudad con cierta nitidez, los edificios se entremezclan con la maquinaria y los cristales del metro. La metrópoli y su reflejo en el tiempo que se tarda en cruzarla.
El movimiento del metro convierte a los transeúntes en un flujo entrecortado, casi estroboscópico. En los comercios hay elementos maquinales: rótulos que giran, maniquíes que giran… El círculo de la vida, del capitalismo, del comercio. En el Bronx se hacen negocios, como en todas partes.
Puestos ambulantes, rebajas, precios bajos, precios más bajos, oportunidades. Es la primera época de la Gran Depresión, antes de que ataque con furia, y los rótulos pintados a mano reclaman la atención de los peatones; nuestra atención.
Es el ajetreo, el ritmo cotidiano de cualquier mañana en cualquier ciudad. Madres con niños, mujeres con paquetes, hombres cargando cajas en Fox Street. Encurtidos, fruta, collares, banderas estadounidenses en la camioneta de reparto de Coca-Cola:
America’s favorite moment
Toldos que suben y bajan. Fruta fresca y fruta podrida. Calabazas colocadas como los senos de una mujer; un buen reclamo visual. Mira quién está aquí.
Las marcadas líneas verticales de los edificios contrastan con la horizontalidad de los tendederos que cruzan la calle de lado a lado. La intimidad expuesta a la urbe.
A través de las ventanas vemos cortinas que se abren y se cierran, felpudos en las escaleras que nos invitan a pasar del exterior al interior, a entrever una vida íntima desconocida de la que nunca seremos testigos, al menos no más allá de lo que permiten vislumbrar las rendijas.
Unos niños juegan en la calzada. Un hombre rasca un bloque de hielo. Un carrito de bebé abandonado. Textos en hebreo y carteles que anuncian las películas que se proyectan en el cine de Boston Road.
Revistas, periódicos, máquinas expendedoras. Una niña pasa en bicicleta y una mujer se asoma a la ventana. Alguien sacude una sábana, o quizá un mantel, por el balcón. El metro preside unas calles en las que los motores de los coches todavía se confunden con el trotar de los caballos y el traqueteo de los carros.
3 por 13, 2 por 15, 3 por 10, 2 por 15, 4 por 15, 12 por 25. El vaivén que las madres ejercen sobre los carritos de sus hijos es narcótico, la repetición es el mejor somnífero.
Un camión riega la calle, una pelota rebota sobre el suelo, unos dados caen sobre el cemento una y otra vez. La energía de los niños jugando es la misma que la de los niños peleándose. Todo es físico, sublimación.
En la jungla de asfalto también hay animales, pero ninguno es salvaje. Aquellos caballos, estos perros y gatos… Y las palomas. Palomas que vuelan acompañadas por hojas de periódicos, por los despojos de la civilización que intenta apropiarse de todo lo que hay desde el suelo hasta el cielo.
¿Han cambiado en algo las ciudades desde 1931?
A Bronx Morning fue rodada a principios de los años 30 por Jay Leyda, director e historiador de cine. Era su primera película y gracias a ella fue invitado a estudiar con Sergei Eisenstein (fue el único americano que consiguió ese honor). Leyda financió la película con el dinero que recibió al revender una figurita de madera que había comprado en una tienda de segunda mano.