Cuando se estrenó Addio zio Tom en 1971, la crítica la acusó de ser racista, repulsiva e insultante, y el Ku Klux Klan de ser una conspiración judía para provocar una revuelta negra en contra de los blancos. Sufrió tantos ataques desde todos los frentes e ideologías imaginables que fue un fracaso económico absoluto.
Lo irónico es que la película surgió como alegato antirracista, como defensa de Gualtiero Jacopetti y Franco Prosperi, sus directores, ante las acusaciones de racistas, fascistas y homófonos que les valió su anterior documental: Africa addio. La idea original de Addio zio Tom era, en palabras de Prosperi, trazar los orígenes de la esclavitud y de lo que estaba pasando en los años 60 y 70 con la raza negra, pero nadie entendió eso. Años más tarde, Prosperi entonaba un mea culpa afirmando que es un filme difícil de ver, que fueron demasiado lejos y que la culpa era exclusivamente suya y de Jacopetti.
El filme, que nadie parece saber muy bien si etiquetar como ficción, documental, falso documental, drama histórico, docudrama o blaxploitation, se suele enmarcar dentro del shockumentary o mondo, es decir, documentales que explotan temas tabú de manera explícita y sensacionalista. Este género fue inaugurado oficialmente por los propios Jacopetti y Prosperi, junto a Paolo Cavara, una década antes con Mondo Cane que, al contrario que Addio zio Tom, fue todo un éxito.
Podríamos discutir hasta qué punto puede ser documental algo que, como Addio zio Tom, no utiliza ni una sola imagen documental de ningún tipo (al menos no en el montaje original de los directores), por mucho que los eventos y los personajes representados sean históricamente verídicos, pero eso daría por sí solo para un libro entero, así que no voy a perderme en divagaciones sobre este tema.
La película comienza de una manera totalmente anacrónica, con unos periodistas italianos descendiendo en helicóptero a una plantación de algodón del siglo XIX. Los dueños de la plantación justifican la esclavitud mientras se burlan de los periodistas con sentencias como «ya conocéis a los Europeos, desde la Revolución francesa han estado atacándolo todo». Mientras, unos niños negros que están debajo de la mesa, como si fueran los perros mascota de la familia, se comen las sobras del pollo. Toda una declaración de intenciones en menos de diez minutos.
La narración salta enseguida a la Guerra de Secesión y a algunas explicaciones históricas generales sobre la esclavitud en Estados Unidos, pero no empieza a ponerse explícita hasta que vemos cómo transportan a los esclavos desde África. A partir de ahí, Addio zio Tom está repleta de escenas de violencia y abusos bastante gráficas (aunque también juega con el fuera de campo), por lo que es fácil tacharla de efectista y ofensiva. Sin embargo, al mismo tiempo no deja de ser honesta, mostrando sin filtros el horror, lo abyecto, de la esclavitud, por lo que no creo que su lectura sea tan simple como la que hicieron la crítica y el público de los años 70.
Para complicar más las cosas, la ambigüedad de la película no se queda en el terreno estético, en cómo muestra las atrocidades a las que se veían sujetos los esclavos. El tono de la narración es sarcástico y mezcla continuamente escenas provocadoras con planos bucólicos con música romántica o circense (hay momentos casi fellinianos), buscando un contraste que exalta hasta el extremo las emociones del espectador. No obstante, lo más turbio no es la película en sí, sino que fue rodada en Haiti con el beneplácito del dictador François Duvalier.
No está muy claro si la participación de los cientos de haitianos que aparecen en las imágenes aguantando todo tipo de humillaciones fue voluntaria, algunas voces acusaron a Jacopetti y Prosperi de someter a los extras a las mismas vejaciones a las que habían sido sometidos los esclavos. ¿Dónde está la frontera entre el documental y la ficción? ¿Entre la realidad y la recreación?
Lo cierto es que por muy incómoda, ambigua o amarillista que sea Addio zio Tom lo realmente espeluznante es que está basada en documentos históricos, no enseña nada que no pasase en los Estados Unidos de los siglos XVIII-XIX. Es más, probablemente pasaban cosas mucho peores que las que se muestran en la película, que expone sin tapujos desde los abusos sexuales continuos que sufrían especialmente las mujeres hasta el papel execrable (por activa y por pasiva) de la Iglesia.
Más allá de la discusión sobre si algo así debería explicarse desde lo políticamente correcto, hay detalles muy inteligentes, como identificar al espectador con el explotador. Cuando una esclava de 13 años se ofrece al periodista para que la desvirgue —un regalo del anfitrión de la casa—, este (en cámara subjetiva) termina acostándose con ella por no ser maleducado. El espectador pasa de ser mero testigo a parte activa de la explotación. La mirada nunca es ni pasiva ni objetiva.
Esta ironía y doble moral están presentes en toda la narración. Cuando un esclavo defiende su condición diciendo que en realidad vive mucho mejor que cualquier trabajador libre, los periodistas se escandalizan ante sus palabras, aunque algo de razón hay en ellas:
«(…) los trabajadores no son libres ni lo serán nunca (…) Yo no pago impuestos, mi patrono me proporciona techo, comida y ropa (…) recibo asistencia sanitaria gratuita (…) en tiempos de guerra no estoy obligado a prestar servicio militar (…) quienes llamáis esclavos libres o trabajadores liberados (…) trabajan como hormigas para llegar a fin de mes y nunca llegan (…) ¿cuál es la diferencia entre nosotros esclavos y los trabajadores libres?».
Personalmente, creo que lo que explica la película es mucho más duro que el tipo de imágenes que muestra. De hecho, para un aficionado al gore actual diría que no es un filme especialmente gráfico o excesivo. Por mucho que juegue en ese terreno, las cosas han cambiado mucho desde los años 70, y además rompe la cuarta pared en muchos momentos, un recurso que subraya su condición de recreación.
El gran problema que tuvo en los 70 es que nada más estrenarse, el 23 de septiembre de 1971, la crítica y los espectadores la acusaron de racista generando una campaña mediática en su contra. El 7 de octubre, un centenar de estudiantes impidieron la entrada del público en dos cines distintos de Bolonia. Dos días después, la policía detuvo a cinto chicos somalíes por organizar una manifestación en contra del filme.
El 14 de octubre de 1971, una orden fiscal obligó a retirarla de las salas de varias ciudades italianas, para más tarde prohibir su exhibición en todo el país. Lo irónico es que la razón de esta censura radical no fue ni la violencia de las imágenes ni las protestas de los espectadores, sino una acusación de plagio del escritor americano Joseph Chamberlain Furnas, quien había publicado en 1957 un libro con el mismo título que la película.
Para arreglar el desaguisado, la distribuidora modificó el título y el montaje, añadiendo imágenes de archivo de los años 60 para darle un tono documental más serio, eliminando algunos planos especialmente controvertidos. Gracias a esta estrategia, la película volvió a proyectarse a partir de marzo de 1972.
Poco más tarde, la distribuidora americana realizó varios cambios más, de los cuales el más importante fue que cortó un fragmento de unos 15 minutos del final de la película en el que un hombre negro lee Las confesiones de Nat Turner mientras se imagina, entre otras cosas, a una pareja de ancianos blancos masacrada a hachazos. En 1994, se montó otra versión más para el mercado televisivo, esta vez apta para menores de 14 años.
Por Internet circulan al menos dos versiones distintas, una en italiano que dura unos 136 minutos y otra en inglés (Goodbye Uncle Tom) que dura 123 minutos. Deduzco que el montaje original de los directores debe ser la copia más corta en inglés porque eso es lo que supuestamente duraba el documental cuando se estrenó. La otra copia un poco más larga en italiano incluye imágenes de archivo, por lo que debe ser el montaje que hizo la distribuidora en 1972. Quizá algún experto en mondo podría asegurarnos si estoy o no en lo cierto.