Hannibal: Antipasto

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Justo antes de que empezase la tercera temporada de Hannibal la semana pasada, me encontré con esta cita leyendo a Zhuang Zi, el filosofo chino del siglo IV a. C.:

«Cuando el cocinero del príncipe Wenhui descuartizaba un buey, sus manos agarraban el animal, lo apoyaba en sus hombros, afirmaba los pies en el suelo, hincaba sobre él las rodillas, y al hundir el cuchillo, ris-ras, un sonido del todo musical, que se acordaba cabalmente con la danza de la música “el bosque de moreras” y con el ritmo de la música “cabezas empenachadas”. Dijo a su cocinero el príncipe Wenhui:

—¡Ah! ¡Excelente! ¿Cómo ha podido tu arte llegar a tan alta perfección?

A lo que el cocinero, dejando su cuchillo, respondió:

—Vuestro siervo tiene gran afición al Tao, y por eso ha adelantado en su arte. Al principio, cuando vuestro siervo empezó a descuartizar bueyes, solo veía el buey que tenía delante; al cabo de tres años, ya no veía el buey. De presente, vuestro siervo usa de su espíritu para saber, que no de los ojos para ver. Detiénense sus sentidos, y es su espíritu el que actúa. Siguiendo las marcas naturales del buey, corto por entre las articulaciones, hasta llegar a los huecos entre los huesos y los tendones. Manejo, pues, el cuchillo acomodándolo a las partes naturales del buey, y así, no hallando el menor estorbo ni aun en las venas y tendones, ¡menos hallo en los grandes huesos! Un buen cocinero muda de cuchillo una vez al año, pues que lo usa para cortar la carne; un cocinero vulgar, una vez al mes, como que lo usa para cortar los huesos. Diecinueve años ha que vuestro siervo viene usando el mismo cuchillo, con él ha descuartizado varios miles de bueyes, y sigue tan afilado como recién salido de la muela. Las articulaciones del buey dejan huecos, y el filo del cuchillo no tiene grosor; hundiendo lo que no tiene grosor en lo que tiene hueco, se maneja el cuchillo con comodidad y sobrado de espacio. Por eso, después de diecinueve años, este mi cuchillo parece recién salido de la muela. Y aun así, cuando que tropiezo con un nudo, me doy cuenta de la dificultad y procedo con grandísimo cuidado: la mirada fija, me muevo despacio, manejo el cuchillo muy lentamente, y ¡ras! el buey ya está hecho cuartos, cual terrón desmoronado. A ese tiempo me yergo, el cuchillo en la mano, miro en derredor, y me siento contento. Limpio el cuchillo y lo guardo.» [Zhuang Zi: «Maestro Chuang Tsé», Editorial Kairós].

Si cambiásemos las referencias a «buey» por «persona», podría tratarse perfectamente de un diálogo de Hannibal, ya no solo por la perfección del arte del cocinero al descuartizar, sino por el esteticismo con el que está relatado, por la acentuación de lo sensorial por encima de lo textual, especialmente ese «y al hundir el cuchillo, ris-ras, un sonido del todo musical, que se acordaba cabalmente con la danza de la música (…) y con el ritmo de la música». Como en Hannibal, todo es sonido, sobre todo la muerte.

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Cuando en una de las primeras escenas de «Antipasto» (temporada 3, episodio 1) Hannibal comenta que «es posible apreciar las palabras de otro sin necesidad de diseccionarlas. Aunque, en ocasiones, lo único que se puede hacer es diseccionar», se escucha el sonido del filo de una espada. Esa espada es para algo tan simple como abrir una botella de champán. No obstante, en cuanto se escucha el descorche y el cristal roto, la «música de mobiliario» se transforma en un sonido ominoso que hace que la inocente ruptura del cuello de la botella y el champán saliendo a borbotones se conviertan de repente en una decapitación en toda regla. Ese es el poder evocador del sonido. Cuando unos instantes después vemos cómo se vierte vino tinto en una copa, ya no podemos verlo como vino, solo como sangre.

Entonces, llega el ris-ras del cuchillo que se concilia con la danza de la música, en este caso «Sogno soave e casto» de la ópera bufa Don Pasquale. En este ritual sensorial de la preparación de la comida, que es al mismo tiempo la disección de la víctima, hay un primer plano del cuchillo cortando la carne sin articulaciones, sin huesos ni tendones. Hannibal, como el cocinero de Wenhui, no se tropieza con nudos, se desliza por los huecos del vacío moral.

«Ya no tienes preocupaciones morales, Hannibal. Tienes preocupaciones estéticas», le recuerda Bedelia Du Maurier. Pero la ética, como dice Hannibal, se convierte en estética. Al fin y al cabo, ¿la forma y el contenido no son siempre una misma cosa?

Estando cerca de Hannibal, se corre el riesgo constante de ser canibalizado física o psicológicamente. Esa transmutación (o casi transubstanciación, quizá) consiste siempre en un cambio de estado corporal (de la vida a la muerte) o espiritual (de la ética a la estética). Bedelia afirma tener todavía el control consciente de sus acciones, pero en cuanto se queda sola para darse un baño escuchamos cómo el goteo constante del agua ya no es simplemente una gota que cae tras otra, sino un océano profundo.

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En un plano que parece el reverso tenebroso de las ascensiones de Bill Viola, Bedelia se hunde en las profundidades. En lugar de elevarse hacia la luz, cae hacia la oscuridad. Pero no olvidemos que el hundimiento puede ser tan sublime como la ascensión, porque lo sublime es cualquier cosa que nos fragmente, que nos aniquile, más allá de la ética, pero siempre en la estética. Bedelia todavía puede salir a flote, ¿pero durante cuánto tiempo? Ella misma es consciente de que en el mundo de Hannibal es siempre él quien controla qué está pasando, pero al mismo tiempo se pregunta qué se siente al ser vista por los demás de verdad, sin las máscaras que nos ponemos constantemente.

Cuando Bedelia pide dos botellas de vino y trufas blancas en la tienda de Florencia, el sonido va creciendo hacia unos tonos que tienen cierto deje a Suspiria de Dario Argento y unas notas sueltas que remiten a Sweet Dreams de Eurythmics. Bedelia está caminando peligrosamente entre el sueño lúcido y la pesadilla. Su curiosidad por Hannibal no es puramente profesional, como psiquiatra, pero su pulso sigue temblando cada vez que se lleva a la boca cualquier cosa cocinada por él. «¿Está evitando la carne?», le pregunta Anthony Dimmond, el invitado de esa noche, quien prosigue diciendo: «Ostras, bellotas y Marsala. Eso es lo que los romanos daban de comer a los animales para mejorar su sabor».

¿Está Hannibal mejorando el sabor de Bedelia antes de comérsela? A Bedelia le cuesta tragar, Hannibal sonríe y ella termina haciendo un comentario sobre el paladar de su supuesto marido, Hannibal, que Anthony entiende en un sentido sexual, a falta de otro contexto. Nosotros sabemos, como subrayan Hannibal y Bedelia, que no es esa clase de fiesta y que probablemente Anthony no viva más allá de esa noche. Sin embargo, Hannibal no hace nada violento, y cuando el invitado se despide no sabemos muy bien si Bedelia se siente aliviada o defraudada.

En algún momento del pasado, Bedelia mató a alguien en la fina línea que separa el asesinato de la defensa propia, en una situación resuelta, y probablemente también provocada, por Hannibal. Ese es el poder que él tiene sobre ella. Ella se debate entre la aceptación del poder de Hannibal y la huida. Justo cuando una noche Bedelia se dispone a huir, Hannibal entra por la puerta con Anthony, a quien golpea inmediatamente en la cabeza con un busto de Aristóteles.

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«¿Observar o participar?», pregunta Hannibal a Bedelia (Aristóteles, el arma homicida, es —oh, ironía— un gran defensor de la observación). Ella responde que está observando, por supuesto, pero eso no es posible, porque por el mero hecho de observar una circunstancia ya estamos participando de ella.

Bedelia admite que tenía curiosidad por saber cómo se desarrollaría la situación y que incluso había fantaseado con los posibles escenarios. «Eso es participar», afirma Hannibal antes de romperle el cuello a Anthony, haciendo una reflexión sobre la quimera de la pasividad. Esta reflexión subraya tanto la condición de personaje como la de espectador, porque, como nos recordaba Funny Games de Michael Haneke, la manipulación del espectador tiene lugar porque el propio espectador la permite. La posibilidad de ser un mero observador no existe ni en el cine ni en la vida, porque incluso cuando nos colocamos en el papel de observadores «pasivos» estamos tomando la decisión de no actuar, que ya es una actuación de por sí.

Precisamente en una de las últimas escenas del episodio vemos un flashback en el que Abel Gideon pregunta a Hannibal: «¿Por qué crees que estoy permitiendo esto?». Lo que nos preguntamos nosotros ahora es por qué lo está permitiendo Bedelia, o por lo que llegamos a permitir, y a permitirnos, a veces nosotros mismos.