Locke (2013) es un relectura postmoderna del melodrama clásico con un guión que merece todas las alabanzas del mundo. Steven Knight, guionista y director, consigue llevar un drama doméstico de lo más sencillo a un terreno contemporáneo en el que uno no sabe muy bien si el protagonista es el cemento o ese Ivan Locke (Tom Hardy) que ve como su vida y su carrera se derrumban en los 85 minutos que dura la película.
«Derrumban», como un edificio, no en vano la película traza constantemente paralelos entre el cemento y la construcción y una vida familiar que se desmorona por un desliz que en otras circunstancias podría no haber tenido la mayor importancia. El problema es que en la vida, como en un vertido de cemento, un pequeño error puede hacer que se desplome todo el edificio.
El trabajo de Hardy es impecable, sobre todo si tenemos en cuenta que la película se rodó en solo cinco días y que, como él mismo explica, estaba leyendo los diálogos: «Estoy leyendo un teleprompter [había seis colocados en distintos puntos del coche] (…). No me sabía los diálogos, me dieron el guión tres días antes de empezar a rodar. Estoy siguiendo el guión, entonces recibo las llamadas de teléfono (…) suena el teléfono del coche y hablo con los actores, que están en una habitación de hotel llamándome en directo, y tengo que reaccionar en tiempo real mientras me arrastra una grúa [por la autopista]» [Out].
No obstante, por muy bien escrito que esté el guión y por muy buen actor que sea Tom Hardy, Locke no es una película perfecta. La dirección de Steven Knight es simplemente correcta. La elección de encuadres y el montaje no pasan de lo funcional, no hay grandes esfuerzos por construir los planos a partir de las emociones del personaje. La banda sonora tampoco está demasiada cuidada, se queda en lo meramente aceptable.
Otro problema son los monólogos del personaje con su padre, un recurso excesivamente teatral e impostado en una película que por lo demás consigue la difícil tarea de no parecer teatro, cuando debería —es realmente complicado que una película con un solo personaje en un espacio cerrado no parezca una representación teatral.
En último término, lo que queda es un melodrama postmoderno encomiable, pero también mejorable.