The Babadook de Jennifer Kent salía en muchas listas de lo mejor de 2014 (o 2015, año en el que se estrenó en España), pero como no suelo coincidir demasiado con las listas que hacen los críticos, y además nunca he sido especialmente aficionada al cine de terror, la tenía pendiente. ¡Error! Resulta que es la película de terror más inteligente que he visto en mucho tiempo, y además es espeluznante, algo de lo que no pueden presumir muchas películas de este género, que más que dar miedo dan como mucho algún que otro susto a base de subir el volumen de la música.
El argumento no es especialmente original, una madre y un hijo solos en una casa «encantada». Lo que cambia respecto a la fórmula habitual es que aquí lo que habita la casa no es un espíritu, sino directamente un monstruo. Un monstruo que, como todos los monstruos más terroríficos, no sabemos si es real o producto de la imaginación, o quizá sería más apropiado decir de la depresión.
En la primera parte de la historia, Kent juega a inquietar y poner nervioso al espectador a base de un niño absolutamente insoportable que nos vuelve tan locos como a su madre. El niño, además de ser hiperactivo y tener una actitud físicamente violenta, tiene una imaginación desaforada, e insiste en que en la casa hay un monstruo que no tiene precisamente buenas intenciones.
Desde el primer momento, somos conscientes de que la actitud del niño inaguantable y de la madre deprimida y constantemente superada por las circunstancias tienen su raíz en la muerte del marido/padre en un accidente de coche hace años. Curiosamente, es un punto de partida muy similar al de The Descent (2005), otro filme de terror que en su momento tuvo buenas críticas, pero que a mí me parece excesivamente predecible y simplón.
The Babadook es una película compleja que no se limita a intentar provocar pánico o asco, de lo que está hablando en realidad es de la depresión, y de cómo quien la sufre se deja «comer» por ella hasta que decide enfrentarse al dolor y a la oscuridad y aprender a vivir lo inevitable de otra manera. Es un filme ambiguo, como todas las buenas historias de terror, porque siempre da más miedo lo que nos imaginamos que lo que vemos.
Aquí el terror no es externo, es interno, y no solo en el sentido de que viene del hogar, sino porque surge del estado emocional de los personajes, no de la casualidad ni de la desgracia de quien está en el momento menos oportuno en el lugar menos adecuado. Los protagonistas se encierran cada vez más en sí mismos y en la casa, a pesar del terror que les provoca, porque no son capaces de manejarse en su vida cotidiana, en el colegio, en el trabajo, con la familia. Cuando todo lo externo es incomprensible y agresivo, lo único que te queda es refugiarte en ti mismo, aunque signifique descender al abismo.
La relación entre madre e hijo termina de hecho en el abismo, con momentos de violencia extrema y rechazo definitivo a todo lo exterior, incluso a la única persona que parece preocuparse sinceramente por ellos. No obstante, el miedo no es algo que nos provoque nada ni nadie, sino algo que nos provocamos nosotros mismos para protegernos de algo que ha pasado, que está pasando o que tememos que pueda pasar, y la solución nunca es huir del monstruo, porque el monstruo eres tú, y nadie puede huir de sí mismo.